El pueblo






Las oía gritar desde la ventana; “¡Mari ha encontrado un hombre y están enamorados!” Las campanas de la iglesia abandonada sonaron, por una eternidad mezclando su sonido con los de las gaviotas que seguramente circulaban arriba de ella.
Me asomé a la ventana, escondiéndome tras la cortina. Quería ver de una manera desapercibida las caras de esas voces, que ya conocía desde mi infancia. La pequeña plaza redonda y casi blanca, con la iglesia en medio, estaba llena de mujeres. Todas diferentes: altas, bajas, gordas, delgadas, morenas, rubias, pelirrojas. Pero en una cosa todas iguales: su edad, todas estaban en los treinta. Miré hacia la iglesia y vi como Isabel estaba tirando de la cuerda de las campanas y como unas cuantas más la estaban ayudando. Por la fuerza con la que estaban tirando pude imaginar las gotas de sudor deslizándose de su frentes a su bocas y como ellas saborearían esas gotas calientes y saladas y como su ropa pegaba a su cuerpo y ellas sin que se dieran cuenta, embriagadas por el momento. “Ay, las mujeres”, dije en un suspiro. Me alejé por un momento del espectáculo para buscar un cigarrillo, lo encontré, lo encendí y volví.
Habían sacado las garrafas de vino y estaban disfrutando de ellas. Casi todas lo habían derramado por todo partes.
Me reí, ya era hora de un poco de alegría en este pueblo tan alejado de todo.
¿ ¡Y todo aquello sólo por un hombre?!
Intuí que no era el único que lo pensaba, por las mujeres que estaban apartadas de la plaza con los brazos cruzados y unas miradas venenosas. Eran las mujeres más feministas del pueblo.
Nadie sabía de la existencia de este pueblo, un pueblo junto al mar sin visitantes, desparecido del mapa y de todos los recuerdos. Hace casi dos décadas hubo una peste extraña que mató a todos los hombres. Las mujeres no se infectaron, ni yo. No hubo ninguna ayuda de fuera. Nos dejaron así tal y cual, nos borraron del mapa y bloquearon las fronteras del pueblo incluido el mar. Las mujeres se convirtieron en autosuficientes. Nunca había habido tanta variedad en el pueblo de legumbres, vegetales, vino y muchas más cosas. El pueblo estaba en paz y floreciendo. Había varias parejas de mujeres y nunca les había oído decir que les faltaba un hombre. Es cierto que a veces lo intentaron conmigo, pero ya se habían dado cuenta de que eso no era posible.
“¡Juan, bájate y ven a celebrarlo con nosotras!”. Era Cecilia, la más guapa de todas, me estaba guiñando con sus ojos tan verdes, el pelo castaño claro rizado, sus labios carnosos. Siempre intentaba ligar conmigo. Si las mujeres me hubieran gustado me habría liado con ella seguro y casi a veces con esa vida de solo fantasías sin ninguna acción casi lo haría.
“Mari ha encontrado un hombre”, cantaba.
Estaba dando vueltas, sus brazos abiertos, mientras su falda gris azul subía dejando sus piernas descubiertas.
“Llegó a la playa llevado por la marea. Ella le encontró ahí, estaba inconsciente. Le cogió en sus brazos y le tarareó una canción hasta que abrió los ojos”.
Se dejó caer en el suelo, boca arriba. Aún me observaba, yo miraba como su respiración hacia que su pecho subiera y bajara, se reía y se mordió el labio por un momento.
“¡Venga, Juan, ven a celebrarlo!”
“¡Juan!”
Cecilia se había puesto de pie y unas cuantas mujeres más se habían juntado con ella.
Parpadeé y me reí de mis propios pensamientos. Suavemente negué con la cabeza: era la primera vez que Cecilia llegaba tan cerca de tenerme donde me quería.
“Marie ha encontrado un hombre”, gritaban muchas aun excitadas desde la plaza y debajo de mi ventana
” ¿ Y cuando van a encontrar uno para mi?”, grite con todas mis ganas. Por un momento hubo un silenció y de repente todas se pusieron a reír, las de los brazos cruzados y yo incluidos.
“¿Qué tenia que perder?”, pensé, “quizás mi virginidad”. Me reí de nuevo: sabia muy bien que no me iban a violar, auque ver à tantas de ellas juntas y excitadas daba un poco de miedo.
Salí de mi habitación y baje las escaleras con tanta velocidad que casi me tropecé con mis propios pies. Abrí la puerta y Ceci ya me tiraba del brazo antes que de pudriera pisar la calle.
Se puso a correr, la seguía. Éramos como niños que jugaban al pilla pilla entre una masa de personas. Ella se paró y yo choque contra su espalda. Estaba sin aliento, me incliné y apoyé las manos sobre las rodillas.
“Mira”, apuntó a una esquina de la plaza.
Vi a Mari con un hombre moreno, alto y atlético. Enroscados, se estaban besando y totalmente ajenos a lo que les rodeaba.
Las mujeres intentaban sacar música de cualquier objeto que podían encontrar, con los cuerpos sudados se movían a ese ritmo tan extraño. Me pasaban garrafas de vino y me sentia como si estuviera participando en un concurso para ver quién bebe más. Me levantaron inesperadamente, estaba como una plancha con la boca arriba, me pasaron de mano en mano. De repente me dejaron caer en el suelo. Ceci su puso a mi lado.
“Como estas”, susurró al oído.
Intenté fijarme en su cara pero ya la veía doble.
Me cogió la mano y noté como su calor entraba en mi cuerpo.
Nos vamos, dijo en voz baja y me arrastró por la muchedumbre. Andé con los ojos casi completamente cerrados hasta que escuche el sonido de las olas.
El viento soplaba en mi cara, las gaviotas volaban arriba del mar.
Ceci puso su cuerpo contra el mío, noté su respiración, olí su pelo recién lavado.
” Ahora ha llegado el momento”, pensaba.
Los látidos de mi corazón sonaban hasta en mi garganta, mi frente, mi manos.
“Juan”, susurro
No le respondí.
“Juan”
Me enseño un trozo de papel. Era un mapa.
“Fritzgart lo dibujó.”
“¿Fritzgart?”
Asintió con la cabeza
“¿El de Mari?”
Sonrío
“Aquí en el mapa puedes ver la ruta para llegar a donde quieras, evitando todos los obstáculos y guarda costas,” dijo mientras dibujaba varias rutas en el mapa con su índice. Sus palabras me desintoxicaron del alcohol y me embriagaron con algo completamente diferente y mucho más potente. Me vinieron imágenes de sueños y de fantasías que había tenido en todo esos años aquí en mi pueblo.
Me llevó a las rocas, ahí había una barquita de remos gris esperándome. Me peinó el pelo con sus dedos, rozo mi rostro, apoyó sus manos sobre mis hombros y me dio un beso, fue un beso dulce, suave y húmedo.
“Y tu”, le pregunté casi sin voz
“Yo estoy bien aquí, no cambiaria mi vida por ningún hombre”, me respondió con un guiño.
Me dirijo hacia la barquita, con los pies flotando en el aire, subí, me senté y cogí una de los remos.
“No se hasta donde puedo remar”, dije mientras le mostraba mi brazos no muy fibrosos.
“Venga Juan”, se acerco al barco y puso una brújula enfrente de mis pies.
“¡La vas a necesitar!”
Nos miramos por todo el tiempo que ya no nos íbamos a ver más, hasta que agarré la otra pala y empecé a remar.







Maisa Sally-anna Perk

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