El encanto accidental

En un lugar muy cerca de aquí vivía un hombre. El hombre no era guapo ni feo, ni alto ni bajo, con el pelo muy rizado y la piel de chocolate. El hombre contaba cuentos a quien quería escuchar y también a los que solo querían una respuesta a sus preguntas. El hombre era encantador con los desconocidos y a la vez una gran frustración para los que lo tenían cerca. El hombre tenía bastantes hijos, conocía a algunos desde su nacimiento, otros los había visto un par de veces, y a otros nunca. Los que vivían con él le tenían miedo, ya que el hombre siempre olvidaba traer su encanto a casa y lo dejaba en la calle. Así que el frío le acompañaba cuando entraba en el hogar y los niños se escondían. Algunos cerraban su puerta de la habitación con cerraduras para que no pudiera entrar y hacerles daño.
Un día cuando el viento gritó sin parar con todo su rabia y los charcos de agua se habían convertido en pequeñas pistas de patinaje, el hombre se deslizó y cayó mientras caminaba de vuelta a casa.
Nadie le encontró hasta muy tarde.

-“Pobre hombre”, dijo una enfermera joven con los ojos grandes celestes y pelo de oro recogido, mientras estaba inclinada sobre el paciente frunciendo el ceño al mirarle. Suspiró; “nadie ha venido aun a visitarle.”

-“Igual no tiene a nadie, dijo otra enfermera que ya tenía tantas arrugas como ríos en el mundo, una sonrisa dulce y la mirada cansada.

-“Sí, tiene hijos, no me acuerdo de cuántos”, dijo la enfermera joven mientras la otra le estaba tomando el pulso a la vez que negaba con la cabeza

El hombre abrió sus ojos, quiso pedir un vaso de agua, pero no consiguió hacer ningún sonido. Intentó tocar a la enfermera con la mano para que se enterase de su necesidad. Tampoco no lo logró.

-“Mira, ha abierto los ojos” dijo la rubia que se llamaba Jacqueline.

-“Sí, pero no ve nada, sus ojos son como dos bolas de cristal. No saben si se va a recuperar. Ha estado inconciente demasiado tiempo”
Las dos enfermeras se miraron por un momento, subieron los hombros, las cejas y suspiraron.

El hombre quería gritar, levantarse, sacar todos los tubos que estaban invadiendo su cuerpo, dar incontables patadas a las máquinas que estaban rodeando su cama, pero no alcanzó a hacer nada.
La única cosa que podía hacer era esperar y pensar en todo lo que hizo y no hizo en su vida. Sus acciones y no acciones le persiguieron 120 horas por día.
El hombre intentaba recordar momentos bonitos, sin embargo ninguna imagen se le presentaba. Solo pesadilla tras pesadilla. Pesadillas que él había construido y otras en las que otros le habían hecho implicarse.
Como los recuerdos eran tan dolorosos, comenzó a fijarse más en todos los detalles que había en ese pequeño mundo, que no iba más allá de la cama del hospital. Oía los pasos de las enfermeras cuando estaban andando por el pasillo acercándose a su habitación. Podía oler quién estaba delante de la puerta antes de que la abriera, y cuando Jacqueline tenía que moverlo o cambiarlo de posición, podía sentir el calor y la suavidad de sus manos; era el calor agradable del sol de mayo y una suavidad incomparable a nada de lo que había sentido en su vida.
Aunque todos estaban convencidos de que él no podía ver, veía las cosas mas claras que nunca, era como si la piel, las palabras y los gestos de sus pocos visitantes, de las enfermeras y de su propio pasado, se hubieran convertido en transparente. Con todas estas palabras, pieles, gestos, su pasado y su imaginación, empezó a reconstruir sus recuerdos con algunas escapadas con la enfermera Jacqueline y también a su favorito prostíbulo. Con Jacqueline daba paseos, se reía, estaba despreocupado, hacían el amor cuando querían y donde querían, como nunca lo había hecho con ninguna mujer con las que había estado. Era el rey del prostíbulo, el follarín del bosque, tenia tres prostitutas por cada brazo. Follaba y follaba en todas las diferentes posiciones que uno se pudiera imaginar, era inagotable. Las prostitutas se quedaban tan satisfechas que nunca le cobraban. Sus hijos lo visitaban, pero siempre, justo cuando estaba durmiendo. Lo besaban en la frente y le decían cuanto le querían.
Un día olió unos nuevos olores y a la vez familiares. Eran varios olores mezclados de naranja y coco, y de diferentes cuerpos: dulce, denso y suave.
La puerta se abrió, y sin verles la cara ni oírles ya sabía quiénes eran; Aishla, Lex y Safira. Sus tres hijos que vivían con él allí, en la casa no tan lejos del hospital.
El hombre observó a cada uno mientras se asomaban a su visión. Aishla era una niña muy delgada, casi frágil, de color café con leche, con pequeñas trencitas. Lex parecía mucho más maduro que nunca, era el reflejo de su padre, solo más joven y guapo. Safira, la más mayor, le miraba fijamente sin demostrar ninguna emoción y él no veía más que la cara endurecida de esa niña que ya casi era una mujer.
Hubo un silencio largo y profundo. Sólo se escuchaba el ruido de las máquinas y los sonidos de las respiraciones.

-“Feliz cumple Félix”, dijo Safira con la voz agarrada. Los otros dos asintieron con las cabezas.

Había olvidado que era su cumpleaños, había olvidado muchas cosas durante su vida y durante sus escapadas de las pesadillas.
Safira estaba de pie y aun le estaba mirando fijamente. Lex y Aishla estaban sentados a ambos lados de la cama y le habían cogido las manos.
Félix quería decirles cuánto lo sentía, estaba intentado hacer algo, mover algo.

-“Mira, esta llorando”, murmuró Aishla sin quitarle la mirada, mientras le apretaba la mano.

Lex y Safira vieron como algunas gotas se estaban escapando de sus ojos.
Jacqueline les estaba mirando desde la ventana que había en la puerta.
Entró en la habitación,- “Ya es la hora”, susurró.
No se movían.

-“Ya es la hora”, dijo nuevamente con una voz un poco mas alta.

-“Un momento más”, dijo Safira mirando a sus hermanos. Lex y Aishla le dieron un beso en las manos, Safira uno en su frente. “Feliz cumple papá” dijeron uno por uno.
Y se dirigieron lentamente hacia la puerta.

Félix estaba paseando por el campo con Jacqueline, diciéndole cuanto la amaba mientras intentaba darle un mordisco en la oreja.
Más tarde se fue al prostíbulo. La puerta abrió antes de que tocara el timbre y las chicas, tres por cada brazo, ya le estaban esperando.
”Chicas, hoy estoy cansado, solo quería ver vuestras caras” dijo
Se rieron de él, mientras le desnudaban y le trataban como si fuera un chupa chups gigante.
Después de un buen rato le parecía hora de volver a casa. Cuando llegó allí vio un cartel colgado del techo donde estaba escrito; “Bienvenido Papa” con muchísimas exclamaciones. Al acercarse a la puerta vio una caja de madera con una pequeña carta que decía; “aquí tienes tu encanto, no te lo olvides”.

Comentarios

Miguel Fern ha dicho que…
Que titulo mas bien escogido! ejeje

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